EL TRABAJO SUCIO
EXTRACTO DEL TÍTULO: "DIARIO DE UN ARISTÓCRATA".
Capítulo
El trabajo sucio.
“Cuando la violencia asume el control de nuestros actos, cualquier cosa puede suceder y nunca será buena”.
Conde Alexander Von Hassler
(Recuerdos de la experiencia).
La aristocrática mejilla de Irene Svelenkova se iluminó por el resplandor procedente de una imagen tridimensional de holovisión, la cual retransmitía con nitidez el último partido de la fase final del nuevo deporte de moda en el Imperio, conocido como Diskoflón. Irene amplió el tamaño de la imagen tridimensional casi a escala real.
Apreciándose como dos hinchas se daban un cabezazo en los graderíos, liándose a puñetazos entre el jolgorio del público mientras una pareja de fornidos guardias, empuñando largos bastones eléctricos, les soltaban sendas descargas de advertencia para bajarles los humos. El estadio estaba abarrotado de público. El centro de su campo de juegos consistía en una pirámide fabricada con una composición translucida de cristalanio, la cual rotaba lentamente sobre su eje, coincidiendo en su misma base como otra pirámide ubicada a la inversa, que giraba en sentido opuesto, en definitiva una estructura poliédrica tridimensional de pirámides superpuestas girando inversamente una de la otra. En su interior volaban o permanecían flotando cinco jugadores de cada equipo, sobre Ovodiscos gravitatorios, ligeramente alargados por sus extremos delantero y trasero.
El juego consistía en introducir un disco luminoso dentro de una obertura circular, la cual se ensanchaba y estrechaba hasta cerrarse y desaparecer, para reaparecer en un lugar distinto cada vez del campo de juegos de la manera más inesperada, en intervalos desiguales de tiempo. Quie más veces puntuase ganaba. A esta dificultad se le añadía el constante giro de la gran estructura poliédrica, la cual desconcertaba a los jugadores a la hora de percibir en qué dirección podía rebotar el disco previamente lanzado, sin contar con que cada rival ataviado a su vez con un escudo de plastanio, podía desviar o rechazar la dirección del disco.
Este también podía variar tanto de tamaño como de velocidad y temperatura, transformándose en una letal amenaza para el jugador que pretendiese interceptarlo, pudiendo incluso seccionarlo.
De vez en cuando aparecían figuras de luz tridimensional que, al ser tocadas por los jugadores, permitían otorgar una cualidad especial al disco, doblar el valor de su puntuación, o lograr una ventaja especial para su equipo. En ocasiones el mismo disco de luz emitía “dos reflejos de sí mismo”, engañando a su posible interceptor y obligándole en un lapso de tiempo increíblemente corto, a identificar cual de los tres discos era el verdadero.
El ritmo y los rebotes, junto a la velocidad que alcanzaba el disco, podía llegar a ser tan frenético como desconcertante y tanto más, cuanto más se tardaba en introducir en una obertura circular. Después del segundo saque, del segundo tiempo, uno de los defensas del equipo azul situado en el lado derecho del campo de juego, lanzó el disco contra uno de los tres cilindros de luces amarillas, verdes y rojas dispuestos en el centro del campo. Cada uno concedía una bonificación distinta, en este caso el recinto se oscureció, captándose únicamente las líneas fluorescentes de la marcación del campo.
Sobre fondo negro sólo se podían apreciar las líneas blancas y azules de los jugadores de ambos equipos y el rojizo reflejo del disco, cubriendo el interior del campo de juego con una atmósfera impactante, un inquietante espectáculo de luminosas siluetas del cual se podía esperar cualquier cosa.
A la par los blanquecinos jugadores del campo izquierdo, aguardaban situados en sus demarcaciones defensivas y observaban cómo el jugador del equipo azul que había conseguido la bonificación recuperaba el disco con su guantelete metálico y de un potente lanzamiento se lo pasaba a uno de sus compañeros, el cual se había situado en el semicírculo del área rival.
Éste, a su vez, los desvió con su escudo verticalmente pasándosela a otro delantero, que se había abalanzado sobre su ovo-plato y con su escudo desviaba el disco en la obertura-portería recién aparecida marcando un increíble tanto, aunque sin poder evitar ser decapitado por el ovo-plato gravitatorio de un contendiente del equipo rival, el cual emitió un salvaje chillido de satisfacción. La multitud aplaudió encantada. Irene asintió con parsimonia.
—Buena jugada.
— ¡A eso le llamo yo perder la cabeza por el juego! —Gritó alguien del público arrancando las risotadas a su alrededor.
Marcador 1-2 para el equipo Azul.
—Bien, bien, seguid así. —Susurró Irene sonriente y aburrida a un mismo tiempo…
— ¿Mi Dama? —con sumo cuidado Sibius requirió su atención.
— ¿Si?
Irene Svelenkova poseía sus propias aspiraciones para hacerse con el poder de Ekatón y después del trono con la ayuda de la aristocracia del imperio. Esto sucedía siete años después de la derrota del Imperator, por parte de los Sillmarem, y la toma de regencia del imperio de las dos águilas de platino a cargo de Rebecca Sillmarem. Irene y su Jefe de espías, se encontraban en Hiptake capital de la Heptarquía Septem. Era una soleada mañana de primavera y no hacía mucho que se había retirado el servicio del desayuno.
Irene Svelenkova era consciente de que el resultado de aquella conversación iba a ser crucial para su futuro y el de mucha gente, si las cosas salían como tenía planeadas. Junto a ella, su jefe de espías, Sibius, aguardaba en silencio sus palabras. Había servido a su familia durante muchos años e incluso había tratado con la difunta Imperatriz y esposa de Viktor Raventtloft I. Era un autentico experto de los juegos de poder tras el escenario y su imagen de humilde y leal sirviente, de simple mayordomo, ocultaba uno de los seres más capaces, despiadados y dotados para la política Imperial, que había conocido en su vida.
—Entonces vuestros agentes, confirman los contactos de células del Conde, con los principales Generales del Imperio
—interrogó Irene.
—interrogó Irene.
—Algunos agentes de vuestro tío Slava Taideff, vieron a oficiales de las Walkirias Imperiales con altos mandos del Imperio, en una estación orbital cercana al planeta Mederenor ya no cabe duda al respecto, deben tener algún tipo de pacto. ¿Cuál?, lo ignoramos, señora, mis mejores agentes están siguiendo cualquier pista por pequeña e insignificante que pueda aparecer en un principio.
No podemos hacer nada mas por el momento, nuestros espías dentro del Imperio no han logrado obtener ningún tipo de información todavía, mi dama —explicó Sibius, con su frente arrugada por las preocupaciones.
—Es fundamental saber qué tipo de alianza los une al Conde y en qué consiste la base de este pacto —índico Irene.
—Mi señora, se está preparando algo, de gran envergadura, no sabemos qué es, sólo en parte, al menos, podemos suponerlo
—se excusó Sibius sin saber muy bien qué más añadir.
—se excusó Sibius sin saber muy bien qué más añadir.
—Es un hombre de gran capacidad, un auténtico peligro
—señaló Irene, princesa del planeta Septem y sobrina de Tanya Svelenkova, rompiendo su silencio.
—señaló Irene, princesa del planeta Septem y sobrina de Tanya Svelenkova, rompiendo su silencio.
—Siempre lo ha sido —suspiró Sibius.
—Se reserva para darnos la estocada final y darnos su jaque mate definitivo, no podemos quedarnos de brazos cruzados
—susurró una enrabietada Irene.
—susurró una enrabietada Irene.
—Los Sillmarem lo han mantenido bien sujeto, en el exilio, durante siete beneficiosos años —precisó Sibius—. Nadie podía imaginar la imprevisibilidad del ataque de los Sillmarem en Ravalione, ni su rotundo éxito.
—Eso no es excusa para eludir nuestra parte de responsabilidad —cortó Irene con agresividad.
—Nunca lo he negado, mi dama —reconoció Sibius con serenidad.
—En realidad nunca lo han ni dominado, ni sometido, su silencio es lo que más me inquieta, su aparente docilidad, da escalofríos, lo podemos pagar muy caro y puede ser peor, de hecho será peor, ¿cuándo y cómo nos dará el golpe definitivo? —se preguntó Irene inquieta.
—No carece de recursos, si se hiciese con el trono y fuese el nuevo Imperator, sería ya imparable —añadió Sibius—. O, por decirlo de otra manera, el único límite a sus recursos es su imaginación e ingenio, creo haber oído decir esto, a vuestra tía Tanya en más de una ocasión —corroboró Sibius—. Su amenaza es muy real, princesa. —añadió el viejo jefe de espías.
—Necesitamos ganar tiempo, necesitamos aliados, a ser posible dentro del propio Imperio —dedujo Irene en voz alta.
—Puede que los haya…
— ¿Quiénes? —preguntó desconcertada.
—Descontentos, o quienes se hayan sentido traicionados o agraviados o con alguna deuda de sangre pendiente con el Conde —razonó Sibius.
— ¿Mes estáis hablando de algunos de los generales del Conde Alexander Von Hassler? —preguntó incrédula la sobrina de Tanya Svelenkova.
—Incluso de algunos nobles o gobernadores planetarios, nunca llueve a satisfacción de todos —propuso Sibius algo más seguro de lo que decía.
—Algunos, no significan todos —le advirtió—. Podríamos pactar con ellos —aventuró una Irene más interesada, tanteando la viabilidad de aquella propuesta. ¿Podríamos organizar una conjura…? —preguntó, con un oscuro brillo en la mirada.
—Los factores de riesgo a estas alturas son enormes, no creo que ni la nobleza ni los Sillmarem lo acepten, además del factor tiempo…—objetó Sibius pensativo.
—Sí, pero con esto no habéis contestado a mi pregunta, ¿sería viable una conjura contra el Conde? —insistió Irene obstinadamente.
—Si la aristocracia Imperial ve amenazada sus propios intereses podría, por sí misma y su propio beneficio, organizar algún tipo de atentado contra el Conde, sí sería viable
—corroboró Sibius —. Aunque no probable —especificó incómodo con los derroteros que seguían la conversación.
—corroboró Sibius —. Aunque no probable —especificó incómodo con los derroteros que seguían la conversación.
—Podría haber una guerra civil Imperial… y ahora contestadme si gustáis —exigió más que pidió la bella y ambiciosa aristócrata.
—Vayamos por partes, analicemos los hechos —dijo pacientemente Sibius—. Una conjura para arrebatar el poder y probablemente eliminar al Conde por parte de algunos nobles descontentos podría funcionar, pero las consecuencias serían imprevisibles, además aún no sabemos cómo superar a los Sillmarem —argumentó Sibius.
—Los nobles suelen cambiar de lealtad como de camisa
—insistió Irene asqueada—. Y mucho más dentro del Imperio.
—Si una conjura cobrase forma, corroborada por los informes de nuestro servicio secreto, pretendiendo derribar al Conde, podría darnos la oportunidad deseada de centrarnos después en el trono dominado por Rebecca Sillmarem. —admitió Sibius—. Si funcionase, naturalmente…
—Siendo los movimientos del Imperio un poco más predecibles que los del Conde —razonó Irene no muy convencida de lo que decía.
—La aristocracia Imperial no posee tanto poder, no como antaño —le recordó Sibius.
—Pero sus generales sí lo poseen, el de sus ejércitos, ello inclinaría la balanza a favor de estos nobles —matizó Irene.
—Quiero sus nombres, una lista completa de posibles candidatos para un posible complot contra el Conde...
—Como gustéis, mi dama.
—Debemos obrar con mucho cuidado y… mis tíos no deben saber nada de esta operación secreta, por el momento —ordenó Irene.
— ¡Pero son los embajadores de Septem! Vos sólo sois una princesa de una casa menor —objetó Sibius.
—Mis tíos serán los primeros en agradecérmelo cuando sepan que el Conde ha dejado de interponerse entre Septem y sus aspiraciones más profundas.
—Será como ordenáis mi dama, daré vía a libre para los preparativos de esta…operación —aceptó Sibius, sintiendo cómo Irene aflojaba la mano sobre su brazo, esperando su venia para retirarse.
—Al final, me temo que nosotros tendremos que hacer el trabajo sucio y matar al Conde con nuestras propias manos…puedes retirarte —murmuró Irene con sequedad, consciente de que tal operación le permitiría hacerse también con un invento de gran poder: la esfera de Vonto...
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