Se le hacía cada vez más difícil avanzar por la nieve. Al azote de los Draguros (Dragones oscuros, soldados de Gorok) que le perseguían se sumaron los gañidos de una manada de lobos blancos que sonaban más cercanos por momentos. Para su sorpresa, los lobos no le atacaban, simplemente le vigilaban muy de cerca. Era una sensación extraña. Se mantenían al acecho; cuanto más se acercaba al río que hacía de frontera natural de los bosques de Borenial, parecían más reticentes a acercarse.
Puede que todavía tenga una oportunidad de salir de esta con vida, reflexionó Astargo. Ya apenas se podía sostener con su viejo rifle. Los copos de nieve eran cada vez más espesos; el viento aullaba entre los árboles con fuerza; el viejo general giró la cabeza, nada de sus perseguidores. Estoy congelado, no sé cómo diablos voy a atravesar el río. Tenía la barba cubierta de nieve.
Los tupidos bosques de Borenial se hallaban sumergidos en el final del invierno. En esas tierras, se sabía que la primavera comenzaba más tarde. Sobre el río, témpanos de hielo se deslizaban corriente abajo; era más ancho de lo que esperaba y tenía fuertes corrientes. ¿Cómo podré vadearlo? Si caigo, estoy perdido.
De nuevo, giró la cabeza; ya no podía divisar las siluetas de los lobos blancos, pero intuía que estaban ahí. Cayó sobre sus rodillas, el vaho de su aliento parecía una bocanada de humo. Decidió quitarse la mochila y el rifle. Agotado, dejó el sable a un lado y levantó la cabeza. Lo que vio le cortó el aliento. Eran los árboles más grandes, anchos y espesos que había visto en su vida. Gigantesca arboleda que le hizo sentir su pequeñez. Un aullido; otro; varios más le alertaron, apresurándole a buscar un hueco por donde poder cruzar el río.
—Piensa, rápido, Astargo —murmuró, desesperado.
Las cabalgaduras de sus perseguidores relincharon a no mucha distancia.
—Ahora o nunca—susurró Astargo en la oscuridad. Una ráfaga de disparos sobrevoló su cabeza—. ¡Ya están aquí!
Comenzó a murmurar toda una retahíla de tacos; se acercó a la parte que le pareció más estrecha de la orilla del río y esperó su momento. Trozos de témpanos de hielo se superpusieron bloqueando, por un instante, el río. Observando ambas orillas, el viejo general corrió con habilidad sobre los témpanos más gruesos y, saltando con las puntas de sus botas, logró atravesar casi todo el río, salvo la parte final. Sabía que era una temeridad, pero estaba desesperado.
El hielo se resquebrajó a sus pies, cayó y chapoteó con frenética ansia, esforzándose por agarrarse a una saliente roca resbaladiza por la humedad. El agua helada le bloqueó los miembros, haciéndole perder el resuello. Un par de andanadas de disparos rebotaron sobre las rocas. Eso quería decir que le tenían enfilado en sus puntos de mira.
Nunca se detendrían hasta quitarle la bandera y el sello tatuador del legítimo heredero al trono. Con el sello, se reconocería al auténtico sucesor del reino de la Estrella Blanca, aunque Astargo fuese su único custodio legal. Apoderándose del sello podrían suplantarle para colocar a un falso gobernante. Voy a morir, pensó.
—Todo acaba aquí... —fue lo último que logró articular.
La fuerza del río aumentó empezando a arrastrarle, en la lejanía, los disparos cambiaron de dirección. Los lobos blancos se abalanzaron furiosos sobre los cazadores, cogiéndolos desprevenidos; gritos de agonía y dolor desgarraron la noche. Astargo perdió mano y comenzó a sumergirse hacia el fondo cuando algo tiró con fuerza de su cuello hacia la superficie mientras perdía el conocimiento en un oscuro corredor de frío silencio. Horas más tarde, una joven voz rompió el silencio frente a su maltrecho cuerpo.
—Mira, parece que ya se despierta —susurró la voz.
—Sí, está abriendo los ojos —señaló otra voz, la de una chica en esta ocasión.
—Calla, Saska, lo vas a despertar —le increpó un chico cerca de ella.
—Callaros todos —ordenó una voz autoritaria.
—Shhhssss, me parece que ya es tarde —advirtió otra voz más infantil.
Cuando Astargo abrió del todo los ojos, parpadeó un par de veces, viendo una curiosa bóveda de madera. Un pequeño fuego brillaba a su izquierda, junto a un montón de muchachos que le miraban muy fijamente alrededor.
La
mayoría llevaban colgados en su cuello una especie de máscara de cuero,
pero al parecer habían decidido mostrarle sus rostros. Intentó
incorporarse, pero las fuerzas le habían abandonado.
—Parece que os debo la vida. Gracias —articuló muy débil.
— ¿Cómo te llamas? Yo me llamo Galozu —le preguntó un pequeño muchacho con picardía.
—Me llamo Astargo.
—Estrella errante... —dijo una voz, la que parecía ser el jefe del grupo. Era conocido por los suyos con el nombre de Murki.
— ¿Cómo lo sabes? —inquirió Astargo, sorprendido.
—Eso poco importa, ¿no crees? —le contestó el muchacho con descaro.
Astargo se irritó, aunque rectificó con prontitud. Eran solo unos críos y les debía la vida. Tenía la sensación de que no debía subestimarles.
No les identificó ningún arma, pero estaba seguro de que sabían defenderse perfectamente. La prudencia le hizo mantener la boca cerrada. Le tenían a su merced.
— ¿Por qué te querían matar aquellos soldados? —preguntó Galozu.
— ¿Qué soldados? —Astargo trato de desviar la conversación por otros derroteros.
— ¿Quiénes van a ser? Los del trono de la Estrella Blanca, los que portaban una bandera negra con una gran estrella blanca en el centro —describió Galozu muy seguro de sí mismo.
—Por muchas razones y por ninguna —contestó enigmáticamente Astargo, esforzándose por incorporarse de nuevo.
Galozu le miró en silencio, frunciendo el ceño.
—Dioses, mi cabeza.
Astargo se miró, percatándose de que estaba desnudo bajo una suave piel de animal. Solo el sello tatuador colgaba de una cadena de oro en su pecho. La han respetado, deben ser conscientes de su valor, pensó.
— ¿Mi ropa? —preguntó Astargo de repente.
—Está secándose. Habrías muerto —le aseguró el mayor, Murki.
—Aha, os debo la vida, ¿cómo podré pagaros vuestra ayuda?
—Descansa, debes reponerte. Ya habrá tiempo para las preguntas —aconsejó Murki.
—Toma, bebe un poco de sopa caliente. Te sentará bien —ofreció Honto sacando de lo que parecía ser un huevo de madera un tazón humeante.
Lo depositó a su lado, con cuidado. En otros tantos huevos de madera, pudo comprobar Astargo, guardaban comida, ropa, plantas medicinales o mensajes para cualquiera de su pueblo que estuviera en un apuro. Más tarde se enteraría de cómo, por cada rincón, los bosques de Borenial, escondidos estratégicamente, había ubicados algunos huevos de madera con hermosas talladuras que informaban del contenido de su interior. Eran de diferentes tamaños y formas. Entre ellos practicaban una comunidad de bienes familiar. Todos lo compartían todo sin por ello dejar de respetar la intimidad e iniciativa individual. Extraña cultura, pensó. Pronto comprobaría cuán diferente era el mundo de los Borenial, cuán lógico y cuán refrescante. En los inmensos bosques de Borenial, pasadizos subterráneos junto a cámaras subterráneas en las cuevas de las montañas, cobijaban a una civilización con miles de años de antigüedad.
— ¿Quién cubrirá nuestra retirada? Nos perseguirán, no lo dudéis —advirtió Astargo tras vaciar el tazón de sopa—. No me gustaría que os sucediera nada malo por mi causa.
—Nada debe preocuparte ya, nuestros Cazakus (cazadores Borenial) ya están pendientes de ello. Ahora duerme, duerme —aconsejó Murki mientras le oprimía una parte del cuello con suavidad. Astargo sintió cómo le pesaban más y más los párpados.
Más tarde, lejanamente, entre murmullos y silenciosos gestos, sintió cómo su cuerpo era transportado a través de los árboles. Ya no tenía frío. Abrió un poco los ojos y vio ante sí la luna como un gigantesco óvolo blanco; le trasladaban de lugar. ¿Hacia dónde?, se preguntó, volviéndose a perder en el intangible mundo de los sueños, murmurando el nombre del príncipe heredero: Derem.
—Parece que os debo la vida. Gracias —articuló muy débil.
— ¿Cómo te llamas? Yo me llamo Galozu —le preguntó un pequeño muchacho con picardía.
—Me llamo Astargo.
—Estrella errante... —dijo una voz, la que parecía ser el jefe del grupo. Era conocido por los suyos con el nombre de Murki.
— ¿Cómo lo sabes? —inquirió Astargo, sorprendido.
—Eso poco importa, ¿no crees? —le contestó el muchacho con descaro.
Astargo se irritó, aunque rectificó con prontitud. Eran solo unos críos y les debía la vida. Tenía la sensación de que no debía subestimarles.
No les identificó ningún arma, pero estaba seguro de que sabían defenderse perfectamente. La prudencia le hizo mantener la boca cerrada. Le tenían a su merced.
— ¿Por qué te querían matar aquellos soldados? —preguntó Galozu.
— ¿Qué soldados? —Astargo trato de desviar la conversación por otros derroteros.
— ¿Quiénes van a ser? Los del trono de la Estrella Blanca, los que portaban una bandera negra con una gran estrella blanca en el centro —describió Galozu muy seguro de sí mismo.
—Por muchas razones y por ninguna —contestó enigmáticamente Astargo, esforzándose por incorporarse de nuevo.
Galozu le miró en silencio, frunciendo el ceño.
—Dioses, mi cabeza.
Astargo se miró, percatándose de que estaba desnudo bajo una suave piel de animal. Solo el sello tatuador colgaba de una cadena de oro en su pecho. La han respetado, deben ser conscientes de su valor, pensó.
— ¿Mi ropa? —preguntó Astargo de repente.
—Está secándose. Habrías muerto —le aseguró el mayor, Murki.
—Aha, os debo la vida, ¿cómo podré pagaros vuestra ayuda?
—Descansa, debes reponerte. Ya habrá tiempo para las preguntas —aconsejó Murki.
—Toma, bebe un poco de sopa caliente. Te sentará bien —ofreció Honto sacando de lo que parecía ser un huevo de madera un tazón humeante.
Lo depositó a su lado, con cuidado. En otros tantos huevos de madera, pudo comprobar Astargo, guardaban comida, ropa, plantas medicinales o mensajes para cualquiera de su pueblo que estuviera en un apuro. Más tarde se enteraría de cómo, por cada rincón, los bosques de Borenial, escondidos estratégicamente, había ubicados algunos huevos de madera con hermosas talladuras que informaban del contenido de su interior. Eran de diferentes tamaños y formas. Entre ellos practicaban una comunidad de bienes familiar. Todos lo compartían todo sin por ello dejar de respetar la intimidad e iniciativa individual. Extraña cultura, pensó. Pronto comprobaría cuán diferente era el mundo de los Borenial, cuán lógico y cuán refrescante. En los inmensos bosques de Borenial, pasadizos subterráneos junto a cámaras subterráneas en las cuevas de las montañas, cobijaban a una civilización con miles de años de antigüedad.
— ¿Quién cubrirá nuestra retirada? Nos perseguirán, no lo dudéis —advirtió Astargo tras vaciar el tazón de sopa—. No me gustaría que os sucediera nada malo por mi causa.
—Nada debe preocuparte ya, nuestros Cazakus (cazadores Borenial) ya están pendientes de ello. Ahora duerme, duerme —aconsejó Murki mientras le oprimía una parte del cuello con suavidad. Astargo sintió cómo le pesaban más y más los párpados.
Más tarde, lejanamente, entre murmullos y silenciosos gestos, sintió cómo su cuerpo era transportado a través de los árboles. Ya no tenía frío. Abrió un poco los ojos y vio ante sí la luna como un gigantesco óvolo blanco; le trasladaban de lugar. ¿Hacia dónde?, se preguntó, volviéndose a perder en el intangible mundo de los sueños, murmurando el nombre del príncipe heredero: Derem.
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