Extracto perteneciente al título: El secreto de Ákila.
El encargo del Imperator
«No existe nada que me divierta más ni que me produzca tanto regocijo y placer como comprobar a diario que no hay nada más útil y manejable para mis propios fines que la violencia del ignorante».
Conde Alexander Von Hassler Raventtloft. (Comentarios)
—Hace un poco de frío, mí querido Conde, ¿no creéis?
—En
absoluto, mi apreciado Slava Taideff, en absoluto. No hay nada que nos
enseñe más a valorar algo que la propia ausencia de ese algo —murmuró el
Conde con voz lejana.
Slava Taideff fue a protestar pero se cuidó
mucho de importunar al Conde pese a que para sus adentros maldijese la
mal disimulada condescendencia de la que hacía gala. Un rasgo muy suyo
era el uso de floridas frases en los momentos más inverosímiles. La
actitud del sobrino del Imperator no daba pie para la más mínima duda.
No quería despegar los labios para ningún tipo de bagatelas.
Por un
momento, con el rabillo de un ojo gris perla, Slava Taideff recorrió de
arriba a abajo la singular figura del Conde Alexander Von Hassler,
sobrino del Señor del Imperio de las dos águilas de platino.
Se
hallaba cómodamente sentado con sus delgadas piernas cruzadas, luciendo
unas relucientes botas de caña alta. Sobre sus rodillas apoyaba ambas
manos embutidas en la clásica casaca negra imperial. Tocándose cada yema
de sus dedos formando una semiestrella que partía sus labios en dos
partes iguales.
Un hermético rostro de pálida piel, a cuyos lados
caía una amplia melena de rizados cabellos negros como el carbón. Sus
párpados seguían cerrados ocultando unas profundas pupilas que parecían
haberse sumergido en los laberínticos pensamientos del Conde.
Una vez
más, Slava Taideff se agitó nervioso. Todo a su alrededor era silencio y
oscuridad. Una siniestra oscuridad que le ponía la piel de gallina,
aunque nuevamente se guardó mucho de que sus regordetes rasgos
transmitieran el más leve gesto de debilidad. Podía sentir el aliento
del depredador tanteando a su nueva presa con sibilina paciencia.
A
sus espaldas percibía la respiración del senescal del Conde, Mesala,
aunque era más correcto llamarle «Mesala el cruel». Era la mano derecha
del Conde. Sus cabellos platinos, sus ojos azules como el mar y su alta y
musculosa figura estaban completamente ocultos por aquella omnipresente
oscuridad. La única luz que llegaba a las retinas de Slava Taideff era
la de una arena con forma pentagonal situada a no muchos metros de su
dorado palco imperial.
De una de sus metálicas puertas triangulares,
en no mucho tiempo, saldría el principal motivo que justificaba su
presencia en aquel maldito palco y en aquel maldito planeta, Ákila.
Inconscientemente se llevó la mano a su dorado reloj que pendía de una
gruesa cadena de oro, colgada de un elegante chaleco de seda roja que
delataba una amplia y pronunciada barriga. Un reloj que para muchos
podía ser una antigualla, pero que para el embajador de Septem era un
signo de distinción.
—No os impacientéis mi querido embajador, no os
impacientéis —dijo sonriente y sin abrir los ojos el Conde mientras
volvía a cruzar las piernas pero cambiándolas de posición.
Slava
Taideff guardó el reloj no sin darle cuerda antes, disponiéndose a
aguardar pacientemente. Aquello era una severa prueba para sus nervios, y
el Conde ¡Malditas fueran sus entrañas! lo sabía. Eran cerca de las
cuatro de la madrugada y no solo todavía no había logrado adaptarse a
los biorritmos de aquel condenado planeta sino que lo habían sacado de
sus aposentos a aquellas horas tan intempestivas. La excentricidad del
Conde era insoportable. ¿Es que esto no va a comenzar nunca? Y además
aquel penetrante frío que se le metía a uno hasta los huesos.
Inesperadamente el Conde chasqueó sus dedos. Los calefactores situados
debajo de sus asientos comenzaron a funcionar. Un suspiro de alivio
aleteó por los carnosos labios de Slava Taideff al mismo tiempo que una
amplia sonrisa se dibujaba en el rostro de Mesala y de forma más
discreta en las cinceladas facciones del Conde.
El calor empezó a
acariciar todo su cuerpo. Lanzó otra furtiva mirada al Conde. El
silencio de este parecía decirle: «Tened la bondad de aguardar un poco
más y de no interrumpir mis meditaciones».
Trató de serenarse
haciendo, por enésima vez, un repaso de sus instrucciones. Los máximos
dignatarios de la Heptarquía de Septem, su mundo de origen, habían sido
muy precisos en sus órdenes al respecto: «No le provoquéis y dadle lo
que pide. No debéis levantar ni la más mínima sospecha. Ha de estar
completamente seguro y satisfecho del producto que le ofrecéis, de que
este cumple los requisitos exigidos por el Imperator, de tal manera que
no pueda siquiera imaginar la posible existencia de uno mejor.
Independientemente
del resultado de la guerra, y estad seguro que esta estallará en breve,
el vencedor saldrá lo bastante debilitado como para que no sea ningún
obstáculo para que Septem ocupe el lugar que le corresponde por derecho
propio, como lo ocupó siglos atrás antes de sucumbir bajo el poder del
planeta Thenae. Ese será un error que no volveremos a cometer.
Nuestra recuperada grandeza superará incluso a la del mismo Imperio de las dos águilas».
Slava
Taideff pasó la mano por su perilla gris, ocultando una secreta
satisfacción. El universo entero sucumbiría ante toda una nueva raza.
Una soberbia raza de guerreros creados genéticamente, dando como fruto a
un híbrido humano—animal, con unas capacidades que superaban todo lo
visto hasta el momento.
Nadie podía ni tan siquiera soñar que
Invenio, con su más sofisticada tecnología molecular, había logrado
fabricar un mineral de Vignis artificial de diez veces más calidad que
el extraído en las minas de Krystallus—Nova.Un mineral usado para la
aplicación y producción mediante ingeniería genética, de una raza de
superguerreros, de los cuales el Imperator sólo tendría un vulgar
prototipo—beta de baja calidad. Septem había hecho realidad lo que para
los antiguos era tan solo un sueño sobre el papel y nadie, absolutamente
nadie, lo sabía. Ni tan siquiera el propio Conde.
Todo el cosmos
temblaría ante aquella portentosa creación, que cada día era
perfeccionada por los científicos de Septem. Aquello era tan solo el
principio de una senda que ofrecía infinitas posibilidades. Una senda
única y exclusivamente controlada por Septem. Quien tiene el control,
tiene el poder, pensó orgulloso de sí Slava Taideff. Lo que el Conde
ignoraba era que lo que le estaba brindando Slava Taideff era hacer de
cobaya para ellos. Las mejores marionetas son aquellas que no saben que
lo son.
Y él, era el constructor de las marionetas. La vida, en
ocasiones, es tan hermosa, pensó con alegría. Al fin y al cabo, qué eran
la inmensa mayoría de los hombres sino simples marionetas. Títeres en
manos del poder, salvo, claro está, quienes sabían hacerse un hueco en
él. Y en ese momento Septem era el poder. Y él, Slava Taideff, la
persona que manejaba con suprema maestría los hilos de las marionetas.
— ¿En cuánto tiempo Mesala? —preguntó repentinamente el Conde.
—Cinco minutos, diez como máximo, mi Señor.
—Bien, bien. Podemos esperar, ¿no es verdad mi querido embajador?
—No
faltaba más mi estimado Conde —dijo Slava Taideff observando con
curiosidad las manos del Conde. Eran unas manos delicadas, largas,
suaves como la seda. Acostumbradas a ser servidas al instante, pensó con
ironía Slava Taideff.
El Conde portaba en ambos índices y meñiques
cuatro dorados anillos que lucían engastadas cuatro enormes perlas de
Iridyssen, de enorme valor.
—Todo llega a quien sabe aguardar —dijo el Conde con una enigmática sonrisa.
—Por
supuesto, por supuesto —aceptó Slava Taideff. Semiángel, semibestia. El
hombre es una criatura volátil, pensó el embajador de Septem para sí. Y
este que tengo ante mí es uno de los más extraños y desconcertantes.
El
portón de la puerta triangular se abrió verticalmente mostrando una
doble hilera de soldados uniformados que comenzaron a tomar posiciones
alrededor de toda la arena. Todos ellos armados con potentes rifles
láser de disparo automático. La iluminación aumentó de intensidad.
—Bien,
espero que las afirmaciones sobre vuestros productos de ingeniería
genética se vean justificados esta noche —murmuró el Conde con los ojos
cerrados.
—Pero mi querido Conde, en Septem hemos elevado la
ciencia de la transgenética a la categoría de arte. Un pintor crea
cuadros, un escritor libros, pero ni por asomo se pueden comparar todos
estos logros con el de crear la Vida. El fruto de nuestro arte está
vivo. ¡Son criaturas vivas, mi Señor! —respondió indignado Slava
Taideff.
—Por muy vivas que estén, son artificiales. Todo lo creado
por el hombre independientemente de los medios de que se valga, ha sido,
es y será siempre catalogado como artificial.
—Es cuestión de puntos de vista. Aunque reconozco que el vuestro es tan respetable como el que más.
—Veremos.
—Pero mi Señor, os voy a proporcionar el sueño de todo militar, de todo ejército, de todo líder como vos. El soldado perfecto.
—¿Qué soldado es ese? —preguntó el Conde con irónica curiosidad.
—El que os traerá la victoria sobre vuestros rivales —sentenció Slava Taideff.
—Ningún
enemigo mío o del Imperator es digno de ser calificado así. No creo que
se les pueda considerar rivales. Personalmente les considero como
piezas de ajedrez que deben ser eliminadas para que pueda ganar la
partida. Resulta más poético así, ¿no creéis?
—Como gustéis, mi Señor. Es un punto de vista un tanto sugerente.
Slava
Taideff deglutió. No es que temiera por su seguridad pero no se le
había permitido acceder al recinto con ningún tipo de escolta y aquello
era frustrante. Se sentía como el manipulador manipulado. Pues bien,
otro giro de tuerca del destino, le devolvería el control de la
situación. Era tan solo una cuestión de paciencia.
Toda precaución
pecaba de pequeña cuando se tenía enfrente a una alimaña tan letal como
el Conde. Slava Taideff paseó su mirada por las gradas que rodeaban la
arena—pentagonal. Permanecían oscuramente vacías. Tan vacías como el
corazón del Conde. Aquel pensamiento le divirtió y le asustó al mismo
tiempo.
Súbitamente, por otra puerta triangular situada justo a su
derecha, emergieron los guerreros seleccionados por el embajador de
Septem. Su pulso se aceleró momentáneamente. Dos hombres y una mujer.
Ataviados con las protecciones propias para la lucha en la arena.
Corazas con protecciones para brazos y pies, perfectamente adaptados a
sus cuerpos.
Eran armaduras duras, ligeras y extremadamente
flexibles. Como una segunda piel. No convenía estropear una mercancía
tan preciosa a los ojos del Conde. El trío de guerreros avanzó lenta y
solemnemente. Su apariencia era completamente humana.
Imagen externa
que, sin embargo, ocultaba una ferocidad fuera de lo común junto a unos
recursos tan insospechados como mortíferos. Ahí le espera un auténtico
pozo de sorpresas, pensó Slava Taideff.
Los guerreros se
detuvieron en el centro de la arena. Giraron sobre sí al mismo tiempo,
mirando de frente al palco imperial. Acto seguido se arrodillaron
levantando un puño a la altura del pecho izquierdo, e inclinaron la
cabeza. No podían percibir otra cosa que el escudo imperial, dos águilas
de platino, situado debajo del palco. Estaba protegido por un opaco
cristal blindado que ocultaba a sus ocupantes de cualquier mirada del
exterior.
Permanecieron así durante varias pulsaciones, alzándose y
retrocediendo unos cuantos pasos y aguardando pacientemente hasta el
inicio del combate. Sus pupilas medían con escrupulosidad hasta el más
pequeño detalle de aquel escenario de lucha, buscando las ventajas y
desventajas del terreno. Sus sentidos permanecían en máxima alerta,
estudiando y palpando con una habilidad que se percibía muy preparada.
No parecían asustados en absoluto. Su control emocional era perfecto.
Los
gélidos ojos del Conde se abrieron fugazmente durante un segundo y sus
párpados volvieron a caer una vez satisfecha su curiosidad. Los
movimientos de los guerreros eran precisos, fríos y fluidos. Aquella
primera ojeada agradó y cumplió con las expectativas del Conde. Son
disciplinados y poseen una fuerte empatía entre ellos. Bien, eso hará
más fácil su instrucción, pensó el Conde.
—Mesala si eres tan amable
—pidió el Conde alargando lánguidamente la mano mientras Mesala sacaba
de un bolsillo de su negra casaca una larga boquilla, colocándole
después de haberlo encendido, un fino cigarrillo especialmente fabricado
para el sobrino del Imperator en los lejanos mundos de Indha.
Raras
personas tienen el hábito de los antiguos de tragar humo como el Conde.
Exceptuando, claro está, a las gentes de Thenae, pensó Slava Taideff
observando al Conde. Este lo degustó dándole una larga calada,
expeliendo el humo con complacencia. Algo arañó la puerta a sus
espaldas.
Mesala giró sobre sí mismo y oprimió una tecla, abriéndose
con un silbido la puerta de entrada. Slava Taideff sintió cómo un cálido
y suave pelaje rozaba una de sus manos. Sus ojos siguieron un
movimiento entre las sombras hasta que se toparon, atemorizados, con la
figura de dos enormes panteras «dientes de sable», en cuyos cuellos
brillaban dos collares cuajados de piedras preciosas, diamantes de
Zankla.
Estos dos magníficos ejemplares de predadores se acercaron
mansamente hasta el Conde buscando una cariñosa caricia de su amo. Debe
haber una fabulosa fortuna concentrada en esos collares, pensó con
avaricia el embajador de Septem. Por sus miembros relampagueó un
estremecimiento y el pánico mordió sus intestinos, produciéndole la
urgente necesidad de ir al retrete.
—Venid a mí, chiquitines. Venid a
mí, mis pequeños —dijo el Conde con acento alegre mientras acariciaba
con dulzura el cuello de sus mascotas. Estas pasearon sus cabezas
acariciando las rodillas del Conde, tumbándose finalmente a sus pies.
Emitiendo un constante ronroneo de satisfacción.
— ¿No son magníficos mis pequeños?
—preguntó
el Conde, sonriente. Dio otra calada, expeliendo otra bocanada de humo,
poniéndose a dibujar en el aire pequeños aros y volutas.
—Sí —fue todo lo que logró articular Slava Taideff.
Anteponer
la fuerza de voluntad al pánico es lo que se denomina como coraje, se
dijo a sí mismo tratando con esfuerzo de que la calma retornara a él
para, por todos los medios, serenarse y no perder la compostura.
—No os preocupéis, querido embajador, mis querubines ya han cenado —murmuró el Conde.
¡Vaya consuelo! pensó Slava Taideff sintiendo cómo otro retortijón le sacudía el estómago.
Un
segundo después las barbillas de los Homofel, al unísono, se alzaron
mirando fijamente al frente. Parecían haber olfateado las feromonas de
sus rivales y aquello no pasó inadvertido al Conde. Este se miraba, como
quien no quería la cosa, las uñas de su mano izquierda. Ya que, muy
lejos de lo que pudiera pensar Slava Taideff, el Conde había previsto
aquella actitud.
De otra puerta triangular, esta vez a su izquierda,
surgieron otros tantos luchadores ataviados y armados para un combate en
la arena. Se dirigieron al centro de la misma, repitiendo el mismo
saludo lanzado con anterioridad por los guerreros de Slava Taideff.
— ¡Larga vida al Imperator Viktor Raventtloft I!
Retrocediendo
también como estos y preparándose para la lucha inminente mientras
comprobaban sus armas y equipos. Clavaban, de vez en cuando, miradas
furtivas a sus rivales que, como figuras de bronce, permanecían
inmóviles.
Aguardaban la hora del enfrentamiento con una calma que
llamó mucho la atención de los hombres del Conde, provocando su
desconfianza y recelo.
Habían salido por el portón de entrada con
toda la agresiva arrogancia del cazador y en tan solo unos cuantos
segundos ya sentían la ansiedad de la presa. Olían el peligro. Aquello
llamó poderosamente la atención del Conde.
— ¡Nueve! mi querido
Conde, ¡nueve! Creáis una diferencia de tres a uno. ¡Me lo
prometisteis!, me prometisteis igualdad de condiciones para mis Homofel
—se quejó visiblemente indignado Slava Taideff.
—Mi querido
embajador, si vuestros guerreros son como vos me asegurasteis, creedme,
ya están en igualdad de condiciones —dijo con frialdad el Conde
lazándole una mirada que no admitía réplicas.
Slava Taideff empezó a
levantarse de su asiento cuando sintió cómo la mano de Mesala se posaba
en su hombro obligándole a sentarse. ¡Los muy estúpidos! Si sus hombres
los acorralan, desatarán toda la furia de mis Homofel con terribles
consecuencias para todos ellos, pensó.
La autosuficiente sonrisa que
exhibió el Conde a Slava Taideff le obligó a mantener cerrada la boca,
ya que pese a que este había prohibido a sus Homofel usar otras armas
salvo las elegidas por el Conde, sabía que podían desobedecerle si se
veían acorralados.
¡Es muy estúpido! Poner a un Homofel en peligro de
muerte provocará el uso de sus poderes para eliminar cualquier amenaza
para su especie. Pues bien, como dirían los antiguos, el Conde ha
sembrado vientos y recogerá tempestades, pensó el embajador de Septem
mientras devolvía una cándida sonrisa que despertó la curiosidad del
Conde.
Dos Casacas negras, dos Zasars, dos Gladiatores imperiales,
dos Metamorfos y un Ciberdroide de guerra. ¡Increíble!, cinco de las
mejores armas que poseen las tropas del Imperio. Menuda sorpresa os vais
a llevar querido sobrino del Imperator, pensó.
—Hay demasiado
silencio aquí —dijo bostezando con sonoro aburrimiento el Conde al mismo
tiempo que soltaba un pequeño eructo sin ningún recato—. ¿Os gusta
Vivaldi?
¿Música? ¿Por qué habla de música el Conde en un momento crítico como este?, pensó sorprendido.
—He escuchado algún concierto en el Teatro imperial, mi Señor.
—Vamos,
vamos. No seáis tan modesto, querido amigo —amonestó el Conde—. Bien,
que sea Vivaldi mi buen Mesala. Las cuatro estaciones, a ser posible.
Mesala
asintió pulsando una orden en su teclado de pulsera. Por unos altavoces
disimulados alrededor de la arena—pentagonal comenzó a sonar la pieza
musical elegida por el Conde. Slava Taideff enmudeció, mirando
estupefacto al Conde, sin saber qué decir.
—Ah, la primavera. Hay que
reconocer que los antiguos, pese a lo primitivo de su desarrollo
tecnológico, tenían cierto talento para la música. Es delicioso,
francamente delicioso. Escuchad esta parte de cuerda, magnífico —dijo el
Conde con ojos extasiados, desperezándose.
Los guerreros imperiales
parecían acostumbrados a sus excentricidades. No obstante, los Homofel
de Slava Taideff nunca habían escuchado una música semejante, quedándose
durante varios segundos maravillados ante aquella exótica pieza.
Rápidamente
se concentraron en sus rivales de enfrente.Una luz naranja situada
encima de la puerta triangular central parpadeó tres veces. Todos los
guardianes imperiales con sus enormes rifles láser abandonaron el
recinto desapareciendo por aquella salida con presteza y férrea
disciplina, cayendo a sus espaldas el portón de seguridad con un
metálico siseo.
—Que comience la función —murmuró alegremente el Conde frotándose las manos de pura excitación.
Sobre
la arena, los guerreros imperiales formaron un semicírculo de ataque,
avanzando tan solo tres de ellos. Dos Casacas negras y un Zasars.
El
resto permanecía aguardando su turno. Los Homofel formaron un triángulo
defensivo, dejando más atrasada a la hembra del grupo. Las estrofas de
música daban a la arena—pentagonal una sensación surrealista.
Los
soldados dieron un paso más, con una coordinación perfecta, como si los
uniera un lazo—psíquico. La pareja de Homofel más adelantada se puso de
perfil, adelantando cada uno su pierna izquierda, ofreciendo tan solo un
lado al mismo tiempo que levantaban en un gesto defensivo una
katana—corta, alargando a todo lo que daba de sí su brazo izquierdo,
situándola a la altura de los labios.
Los soldados imperiales avanzaron otro paso formando una única línea de ataque a la vez soltaban su aterrador grito de batalla.
—
¡Kosakre! ¡Koosaaakree! (¡Saborearé la sangre de tu derrota!). Las
armas que les habían permitido portar a los Homofel eran únicamente una
katana larga y un cuchillo corto de artesanía Rebelis. Para Slava
Taideff era algo tremendamente cautivador cómo la práctica totalidad de
los Homofel solían escoger armas de origen Rebelis instintivamente.
Por
el contrario, los soldados imperiales iban armados hasta los dientes.
Tenían nunchakus de triple vara, espadas largas, tonfas de plastanio,
redes eléctricas, amplios tridentes y katanas imperiales de doble filo,
tremendamente afiladas y generalmente impregnadas de veneno. Sentían el
contacto de sus armas con una autosuficiente confianza. Se aproximaron
un paso más mientras las notas de Vivaldi saturaban el ambiente.
Enigmáticos, pensó el Conde.
—Solo en el combate cuerpo a cuerpo, apreciareis la esencia de este inapreciable presente, mi Señor —susurró Slava Taideff.
El drama seleccionado por el Conde estaba a punto de comenzar.
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