lunes, 12 de diciembre de 2022

EL ENCARGO DEL IMPERATOR

 


UNIVERSO MARINO DE SILLMAREM


Extracto perteneciente al título: El secreto de Ákila.



El encargo del Imperator

 

«No existe nada que me divierta más ni que me produzca tanto regocijo y placer como comprobar a diario que no hay nada más útil y manejable para mis propios fines que la violencia del ignorante».

 

Conde Alexander Von Hassler Raventtloft. (Comentarios)

 

—Hace un poco de frío, mí querido Conde, ¿no creéis?
—En absoluto, mi apreciado Slava Taideff, en absoluto. No hay nada que nos enseñe más a valorar algo que la propia ausencia de ese algo —murmuró el Conde con voz lejana.
Slava Taideff fue a protestar pero se cuidó mucho de importunar al Conde pese a que para sus adentros maldijese la mal disimulada condescendencia de la que hacía gala. Un rasgo muy suyo era el uso de floridas frases en los momentos más inverosímiles. La actitud del sobrino del Imperator no daba pie para la más mínima duda. No quería despegar los labios para ningún tipo de bagatelas.
Por un momento, con el rabillo de un ojo gris perla, Slava Taideff recorrió de arriba a abajo la singular figura del Conde Alexander Von Hassler, sobrino del Señor del Imperio de las dos águilas de platino.
Se hallaba cómodamente sentado con sus delgadas piernas cruzadas, luciendo unas relucientes botas de caña alta. Sobre sus rodillas apoyaba ambas manos embutidas en la clásica casaca negra imperial. Tocándose cada yema de sus dedos formando una semiestrella que partía sus labios en dos partes iguales.
Un hermético rostro de pálida piel, a cuyos lados caía una amplia melena de rizados cabellos negros como el carbón. Sus párpados seguían cerrados ocultando unas profundas pupilas que parecían haberse sumergido en los laberínticos pensamientos del Conde.
Una vez más, Slava Taideff se agitó nervioso. Todo a su alrededor era silencio y oscuridad. Una siniestra oscuridad que le ponía la piel de gallina, aunque nuevamente se guardó mucho de que sus regordetes rasgos transmitieran el más leve gesto de debilidad. Podía sentir el aliento del depredador tanteando a su nueva presa con sibilina paciencia.
A sus espaldas percibía la respiración del senescal del Conde, Mesala, aunque era más correcto llamarle «Mesala el cruel». Era la mano derecha del Conde. Sus cabellos platinos, sus ojos azules como el mar y su alta y musculosa figura estaban completamente ocultos por aquella omnipresente oscuridad. La única luz que llegaba a las retinas de Slava Taideff era la de una arena con forma pentagonal situada a no muchos metros de su dorado palco imperial.
De una de sus metálicas puertas triangulares, en no mucho tiempo, saldría el principal motivo que justificaba su presencia en aquel maldito palco y en aquel maldito planeta, Ákila. Inconscientemente se llevó la mano a su dorado reloj que pendía de una gruesa cadena de oro, colgada de un elegante chaleco de seda roja que delataba una amplia y pronunciada barriga. Un reloj que para muchos podía ser una antigualla, pero que para el embajador de Septem era un signo de distinción.
—No os impacientéis mi querido embajador, no os impacientéis —dijo sonriente y sin abrir los ojos el Conde mientras volvía a cruzar las piernas pero cambiándolas de posición.
Slava Taideff guardó el reloj no sin darle cuerda antes, disponiéndose a aguardar pacientemente. Aquello era una severa prueba para sus nervios, y el Conde ¡Malditas fueran sus entrañas! lo sabía. Eran cerca de las cuatro de la madrugada y no solo todavía no había logrado adaptarse a los biorritmos de aquel condenado planeta sino que lo habían sacado de sus aposentos a aquellas horas tan intempestivas. La excentricidad del Conde era insoportable. ¿Es que esto no va a comenzar nunca? Y además aquel penetrante frío que se le metía a uno hasta los huesos. Inesperadamente el Conde chasqueó sus dedos. Los calefactores situados debajo de sus asientos comenzaron a funcionar. Un suspiro de alivio aleteó por los carnosos labios de Slava Taideff al mismo tiempo que una amplia sonrisa se dibujaba en el rostro de Mesala y de forma más discreta en las cinceladas facciones del Conde.

El calor empezó a acariciar todo su cuerpo. Lanzó otra furtiva mirada al Conde. El silencio de este parecía decirle: «Tened la bondad de aguardar un poco más y de no interrumpir mis meditaciones».
Trató de serenarse haciendo, por enésima vez, un repaso de sus instrucciones. Los máximos dignatarios de la Heptarquía de Septem, su mundo de origen, habían sido muy precisos en sus órdenes al respecto: «No le provoquéis y dadle lo que pide. No debéis levantar ni la más mínima sospecha. Ha de estar completamente seguro y satisfecho del producto que le ofrecéis, de que este cumple los requisitos exigidos por el Imperator, de tal manera que no pueda siquiera imaginar la posible existencia de uno mejor.
Independientemente del resultado de la guerra, y estad seguro que esta estallará en breve, el vencedor saldrá lo bastante debilitado como para que no sea ningún obstáculo para que Septem ocupe el lugar que le corresponde por derecho propio, como lo ocupó siglos atrás antes de sucumbir bajo el poder del planeta Thenae. Ese será un error que no volveremos a cometer.
Nuestra recuperada grandeza superará incluso a la del mismo Imperio de las dos águilas».
Slava Taideff pasó la mano por su perilla gris, ocultando una secreta satisfacción. El universo entero sucumbiría ante toda una nueva raza. Una soberbia raza de guerreros creados genéticamente, dando como fruto a un híbrido humano—animal, con unas capacidades que superaban todo lo visto hasta el momento.

Nadie podía ni tan siquiera soñar que Invenio, con su más sofisticada tecnología molecular, había logrado fabricar un mineral de Vignis artificial de diez veces más calidad que el extraído en las minas de Krystallus—Nova.Un mineral usado para la aplicación y producción mediante ingeniería genética, de una raza de superguerreros, de los cuales el Imperator sólo tendría un vulgar prototipo—beta de baja calidad. Septem había hecho realidad lo que para los antiguos era tan solo un sueño sobre el papel y nadie, absolutamente nadie, lo sabía. Ni tan siquiera el propio Conde.
Todo el cosmos temblaría ante aquella portentosa creación, que cada día era perfeccionada por los científicos de Septem. Aquello era tan solo el principio de una senda que ofrecía infinitas posibilidades. Una senda única y exclusivamente controlada por Septem. Quien tiene el control, tiene el poder, pensó orgulloso de sí Slava Taideff. Lo que el Conde ignoraba era que lo que le estaba brindando Slava Taideff era hacer de cobaya para ellos. Las mejores marionetas son aquellas que no saben que lo son.
Y él, era el constructor de las marionetas. La vida, en ocasiones, es tan hermosa, pensó con alegría. Al fin y al cabo, qué eran la inmensa mayoría de los hombres sino simples marionetas. Títeres en manos del poder, salvo, claro está, quienes sabían hacerse un hueco en él. Y en ese momento Septem era el poder. Y él, Slava Taideff, la persona que manejaba con suprema maestría los hilos de las marionetas.

— ¿En cuánto tiempo Mesala? —preguntó repentinamente el Conde.
—Cinco minutos, diez como máximo, mi Señor.
—Bien, bien. Podemos esperar, ¿no es verdad mi querido embajador?
—No faltaba más mi estimado Conde —dijo Slava Taideff observando con curiosidad las manos del Conde. Eran unas manos delicadas, largas, suaves como la seda. Acostumbradas a ser servidas al instante, pensó con ironía Slava Taideff.
El Conde portaba en ambos índices y meñiques cuatro dorados anillos que lucían engastadas cuatro enormes perlas de Iridyssen, de enorme valor.
—Todo llega a quien sabe aguardar —dijo el Conde con una enigmática sonrisa.
—Por supuesto, por supuesto —aceptó Slava Taideff. Semiángel, semibestia. El hombre es una criatura volátil, pensó el embajador de Septem para sí. Y este que tengo ante mí es uno de los más extraños y desconcertantes.
El portón de la puerta triangular se abrió verticalmente mostrando una doble hilera de soldados uniformados que comenzaron a tomar posiciones alrededor de toda la arena. Todos ellos armados con potentes rifles láser de disparo automático. La iluminación aumentó de intensidad.
—Bien, espero que las afirmaciones sobre vuestros productos de ingeniería genética se vean justificados esta noche —murmuró el Conde con los ojos cerrados.

—Pero mi querido Conde, en Septem hemos elevado la ciencia de la transgenética a la categoría de arte. Un pintor crea cuadros, un escritor libros, pero ni por asomo se pueden comparar todos estos logros con el de crear la Vida. El fruto de nuestro arte está vivo. ¡Son criaturas vivas, mi Señor! —respondió indignado Slava Taideff.
—Por muy vivas que estén, son artificiales. Todo lo creado por el hombre independientemente de los medios de que se valga, ha sido, es y será siempre catalogado como artificial.
—Es cuestión de puntos de vista. Aunque reconozco que el vuestro es tan respetable como el que más.
—Veremos.
—Pero mi Señor, os voy a proporcionar el sueño de todo militar, de todo ejército, de todo líder como vos. El soldado perfecto.
—¿Qué soldado es ese? —preguntó el Conde con irónica curiosidad.
—El que os traerá la victoria sobre vuestros rivales —sentenció Slava Taideff.
—Ningún enemigo mío o del Imperator es digno de ser calificado así. No creo que se les pueda considerar rivales. Personalmente les considero como piezas de ajedrez que deben ser eliminadas para que pueda ganar la partida. Resulta más poético así, ¿no creéis?
—Como gustéis, mi Señor. Es un punto de vista un tanto sugerente.

Slava Taideff deglutió. No es que temiera por su seguridad pero no se le había permitido acceder al recinto con ningún tipo de escolta y aquello era frustrante. Se sentía como el manipulador manipulado. Pues bien, otro giro de tuerca del destino, le devolvería el control de la situación. Era tan solo una cuestión de paciencia.
Toda precaución pecaba de pequeña cuando se tenía enfrente a una alimaña tan letal como el Conde. Slava Taideff paseó su mirada por las gradas que rodeaban la arena—pentagonal. Permanecían oscuramente vacías. Tan vacías como el corazón del Conde. Aquel pensamiento le divirtió y le asustó al mismo tiempo.
Súbitamente, por otra puerta triangular situada justo a su derecha, emergieron los guerreros seleccionados por el embajador de Septem. Su pulso se aceleró momentáneamente. Dos hombres y una mujer. Ataviados con las protecciones propias para la lucha en la arena. Corazas con protecciones para brazos y pies, perfectamente adaptados a sus cuerpos.
Eran armaduras duras, ligeras y extremadamente flexibles. Como una segunda piel. No convenía estropear una mercancía tan preciosa a los ojos del Conde. El trío de guerreros avanzó lenta y solemnemente. Su apariencia era completamente humana.
Imagen externa que, sin embargo, ocultaba una ferocidad fuera de lo común junto a unos recursos tan insospechados como mortíferos. Ahí le espera un auténtico pozo de sorpresas, pensó Slava Taideff.

Los guerreros se detuvieron en el centro de la arena. Giraron sobre sí al mismo tiempo, mirando de frente al palco imperial. Acto seguido se arrodillaron levantando un puño a la altura del pecho izquierdo, e inclinaron la cabeza. No podían percibir otra cosa que el escudo imperial, dos águilas de platino, situado debajo del palco. Estaba protegido por un opaco cristal blindado que ocultaba a sus ocupantes de cualquier mirada del exterior.
Permanecieron así durante varias pulsaciones, alzándose y retrocediendo unos cuantos pasos y aguardando pacientemente hasta el inicio del combate. Sus pupilas medían con escrupulosidad hasta el más pequeño detalle de aquel escenario de lucha, buscando las ventajas y desventajas del terreno. Sus sentidos permanecían en máxima alerta, estudiando y palpando con una habilidad que se percibía muy preparada. No parecían asustados en absoluto. Su control emocional era perfecto.
Los gélidos ojos del Conde se abrieron fugazmente durante un segundo y sus párpados volvieron a caer una vez satisfecha su curiosidad. Los movimientos de los guerreros eran precisos, fríos y fluidos. Aquella primera ojeada agradó y cumplió con las expectativas del Conde. Son disciplinados y poseen una fuerte empatía entre ellos. Bien, eso hará más fácil su instrucción, pensó el Conde.
—Mesala si eres tan amable —pidió el Conde alargando lánguidamente la mano mientras Mesala sacaba de un bolsillo de su negra casaca una larga boquilla, colocándole después de haberlo encendido, un fino cigarrillo especialmente fabricado para el sobrino del Imperator en los lejanos mundos de Indha.
Raras personas tienen el hábito de los antiguos de tragar humo como el Conde. Exceptuando, claro está, a las gentes de Thenae, pensó Slava Taideff observando al Conde. Este lo degustó dándole una larga calada, expeliendo el humo con complacencia. Algo arañó la puerta a sus espaldas.
Mesala giró sobre sí mismo y oprimió una tecla, abriéndose con un silbido la puerta de entrada. Slava Taideff sintió cómo un cálido y suave pelaje rozaba una de sus manos. Sus ojos siguieron un movimiento entre las sombras hasta que se toparon, atemorizados, con la figura de dos enormes panteras «dientes de sable», en cuyos cuellos brillaban dos collares cuajados de piedras preciosas, diamantes de Zankla.
Estos dos magníficos ejemplares de predadores se acercaron mansamente hasta el Conde buscando una cariñosa caricia de su amo. Debe haber una fabulosa fortuna concentrada en esos collares, pensó con avaricia el embajador de Septem. Por sus miembros relampagueó un estremecimiento y el pánico mordió sus intestinos, produciéndole la urgente necesidad de ir al retrete.
—Venid a mí, chiquitines. Venid a mí, mis pequeños —dijo el Conde con acento alegre mientras acariciaba con dulzura el cuello de sus mascotas. Estas pasearon sus cabezas acariciando las rodillas del Conde, tumbándose finalmente a sus pies. Emitiendo un constante ronroneo de satisfacción.
— ¿No son magníficos mis pequeños?
—preguntó el Conde, sonriente. Dio otra calada, expeliendo otra bocanada de humo, poniéndose a dibujar en el aire pequeños aros y volutas.
—Sí —fue todo lo que logró articular Slava Taideff.
Anteponer la fuerza de voluntad al pánico es lo que se denomina como coraje, se dijo a sí mismo tratando con esfuerzo de que la calma retornara a él para, por todos los medios, serenarse y no perder la compostura.
—No os preocupéis, querido embajador, mis querubines ya han cenado —murmuró el Conde.
¡Vaya consuelo! pensó Slava Taideff sintiendo cómo otro retortijón le sacudía el estómago.
Un segundo después las barbillas de los Homofel, al unísono, se alzaron mirando fijamente al frente. Parecían haber olfateado las feromonas de sus rivales y aquello no pasó inadvertido al Conde. Este se miraba, como quien no quería la cosa, las uñas de su mano izquierda. Ya que, muy lejos de lo que pudiera pensar Slava Taideff, el Conde había previsto aquella actitud.
De otra puerta triangular, esta vez a su izquierda, surgieron otros tantos luchadores ataviados y armados para un combate en la arena. Se dirigieron al centro de la misma, repitiendo el mismo saludo lanzado con anterioridad por los guerreros de Slava Taideff.
— ¡Larga vida al Imperator Viktor Raventtloft I!
Retrocediendo también como estos y preparándose para la lucha inminente mientras comprobaban sus armas y equipos. Clavaban, de vez en cuando, miradas furtivas a sus rivales que, como figuras de bronce, permanecían inmóviles.
Aguardaban la hora del enfrentamiento con una calma que llamó mucho la atención de los hombres del Conde, provocando su desconfianza y recelo.
Habían salido por el portón de entrada con toda la agresiva arrogancia del cazador y en tan solo unos cuantos segundos ya sentían la ansiedad de la presa. Olían el peligro. Aquello llamó poderosamente la atención del Conde.
— ¡Nueve! mi querido Conde, ¡nueve! Creáis una diferencia de tres a uno. ¡Me lo prometisteis!, me prometisteis igualdad de condiciones para mis Homofel —se quejó visiblemente indignado Slava Taideff.
—Mi querido embajador, si vuestros guerreros son como vos me asegurasteis, creedme, ya están en igualdad de condiciones —dijo con frialdad el Conde lazándole una mirada que no admitía réplicas.
Slava Taideff empezó a levantarse de su asiento cuando sintió cómo la mano de Mesala se posaba en su hombro obligándole a sentarse. ¡Los muy estúpidos! Si sus hombres los acorralan, desatarán toda la furia de mis Homofel con terribles consecuencias para todos ellos, pensó.
La autosuficiente sonrisa que exhibió el Conde a Slava Taideff le obligó a mantener cerrada la boca, ya que pese a que este había prohibido a sus Homofel usar otras armas salvo las elegidas por el Conde, sabía que podían desobedecerle si se veían acorralados.
¡Es muy estúpido! Poner a un Homofel en peligro de muerte provocará el uso de sus poderes para eliminar cualquier amenaza para su especie. Pues bien, como dirían los antiguos, el Conde ha sembrado vientos y recogerá tempestades, pensó el embajador de Septem mientras devolvía una cándida sonrisa que despertó la curiosidad del Conde.
Dos Casacas negras, dos Zasars, dos Gladiatores imperiales, dos Metamorfos y un Ciberdroide de guerra. ¡Increíble!, cinco de las mejores armas que poseen las tropas del Imperio. Menuda sorpresa os vais a llevar querido sobrino del Imperator, pensó.
—Hay demasiado silencio aquí —dijo bostezando con sonoro aburrimiento el Conde al mismo tiempo que soltaba un pequeño eructo sin ningún recato—. ¿Os gusta Vivaldi?
¿Música? ¿Por qué habla de música el Conde en un momento crítico como este?, pensó sorprendido.
—He escuchado algún concierto en el Teatro imperial, mi Señor.
—Vamos, vamos. No seáis tan modesto, querido amigo —amonestó el Conde—. Bien, que sea Vivaldi mi buen Mesala. Las cuatro estaciones, a ser posible.
Mesala asintió pulsando una orden en su teclado de pulsera. Por unos altavoces disimulados alrededor de la arena—pentagonal comenzó a sonar la pieza musical elegida por el Conde. Slava Taideff enmudeció, mirando estupefacto al Conde, sin saber qué decir.
—Ah, la primavera. Hay que reconocer que los antiguos, pese a lo primitivo de su desarrollo tecnológico, tenían cierto talento para la música. Es delicioso, francamente delicioso. Escuchad esta parte de cuerda, magnífico —dijo el Conde con ojos extasiados, desperezándose.
Los guerreros imperiales parecían acostumbrados a sus excentricidades. No obstante, los Homofel de Slava Taideff nunca habían escuchado una música semejante, quedándose durante varios segundos maravillados ante aquella exótica pieza.
Rápidamente se concentraron en sus rivales de enfrente.Una luz naranja situada encima de la puerta triangular central parpadeó tres veces. Todos los guardianes imperiales con sus enormes rifles láser abandonaron el recinto desapareciendo por aquella salida con presteza y férrea disciplina, cayendo a sus espaldas el portón de seguridad con un metálico siseo.
—Que comience la función —murmuró alegremente el Conde frotándose las manos de pura excitación.
Sobre la arena, los guerreros imperiales formaron un semicírculo de ataque, avanzando tan solo tres de ellos. Dos Casacas negras y un Zasars.
El resto permanecía aguardando su turno. Los Homofel formaron un triángulo defensivo, dejando más atrasada a la hembra del grupo. Las estrofas de música daban a la arena—pentagonal una sensación surrealista.
Los soldados dieron un paso más, con una coordinación perfecta, como si los uniera un lazo—psíquico. La pareja de Homofel más adelantada se puso de perfil, adelantando cada uno su pierna izquierda, ofreciendo tan solo un lado al mismo tiempo que levantaban en un gesto defensivo una katana—corta, alargando a todo lo que daba de sí su brazo izquierdo, situándola a la altura de los labios.
Los soldados imperiales avanzaron otro paso formando una única línea de ataque a la vez soltaban su aterrador grito de batalla.
— ¡Kosakre! ¡Koosaaakree! (¡Saborearé la sangre de tu derrota!). Las armas que les habían permitido portar a los Homofel eran únicamente una katana larga y un cuchillo corto de artesanía Rebelis. Para Slava Taideff era algo tremendamente cautivador cómo la práctica totalidad de los Homofel solían escoger armas de origen Rebelis instintivamente.
Por el contrario, los soldados imperiales iban armados hasta los dientes. Tenían nunchakus de triple vara, espadas largas, tonfas de plastanio, redes eléctricas, amplios tridentes y katanas imperiales de doble filo, tremendamente afiladas y generalmente impregnadas de veneno. Sentían el contacto de sus armas con una autosuficiente confianza. Se aproximaron un paso más mientras las notas de Vivaldi saturaban el ambiente.
Enigmáticos, pensó el Conde.
—Solo en el combate cuerpo a cuerpo, apreciareis la esencia de este inapreciable presente, mi Señor —susurró Slava Taideff.
El drama seleccionado por el Conde estaba a punto de comenzar.











































































































































































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